A finales de febrero de 2020, viajé al campo de refugiados más grande del mundo, Kutupalong, junto al Bazar de Cox, en Bangladesh, donde viven más de 700.000?rohinyás tras huir de la violencia extrema que se vivió en Myanmar en agosto de 2017. Quería ver los progresos que se habían hecho y cómo la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) estaba haciendo buen uso de las generosas donaciones prometidas a través de mi organización, USA for UNHCR, así como identificar las dificultades y los desafíos por abordar. El virus de la COVID-19 se estaba transmitiendo por Asia y había empezado a aparecer en Irán e Italia. Aunque aún se encontraba en una fase temprana, se hacía patente que una crisis sanitaria global se cernía sobre nosotros.
Tras cuatro días de reuniones con personal del ACNUR y refugiados que lideraban los esfuerzos de protección, educación y atención sanitaria en el campo, quedé sorprendida por la estabilidad que habían creado juntos. A pesar de la escasez de recursos y la miseria de las condiciones de vida, fui testigo de un gran sentido de la normalidad y la comunidad. Pude ver que se habían creado instalaciones de atención sanitaria bien equipadas y que se impartía formación sanitaria a los refugiados. También contaban con sólidos refugios y oportunidades para trabajar y asumir cargos de liderazgo comunitario. Los ni?os rohinyás se involucraban y progresaban en los centros ense?anza.
Un mes más tarde, confinada en casa con mi familia en Estados Unidos, me desesperaba pensar en lo rápido que podrían esfumarse estos progresos.
A medida que se imponían medidas sanitarias de precaución en todo el mundo para reducir y prevenir la propagación de la COVID-19, se aplicaron recortes en los equipos y los programas humanitarios en los campamentos. En Kutapalong, todo lo que no fueran servicios esenciales se suspendió. Además de eso, el campamento no contaba con acceso a Internet por decisión del Gobierno de Bangladesh en 2019. Esto significaba que los refugiados rohinyás que vivían allí estaban desconectados de la información en tiempo real sobre el virus en Bangladesh y a nivel global, así como de sus amigos y familiares de otras partes del mundo.
La mayoría de estadounidenses no podemos ni imaginar un mundo sin Internet. Lo usamos durante todo el día, todos los días, en nuestro lugar de trabajo, navegando por incontables correos electrónicos y búsquedas electrónicas, y en casa, para consultar sobre tareas domésticas y entretenimiento. Pero incluso en este país de riqueza y tecnologías punteras, el hogar de Silicon Valley y el lugar de nacimiento de los gigantes tecnológicos, un 15?% de su población no cuenta con acceso a Internet de banda ancha.
Si esta pandemia nos ha ense?ado algo, es que la conectividad es absolutamente necesaria, tanto para las comunidades de Estados Unidos como de todo el mundo. Y esto ha puesto al descubierto dos realidades enormemente diferentes para aquellos que están conectados y aquellos que no.
Los que tienen acceso a Internet consideran que la conectividad es una herramienta para sobrevivir a la pandemia. Al nivel más básico, ha ayudado a la gente que sentía síntomas de COVID-19 a saber cuándo y cómo aislarse y reducir los riesgos de exposición a familiares, trabajadores sanitarios y cuidadores. Y para los conectados, ciertos elementos esenciales de la vida diaria pudieron continuar: los ni?os pudieron seguir aprendiendo a través de clases virtuales, aquellos afortunados que pudieron trabajar desde casa mantuvieron sus medios de subsistencia y pudimos seguir en contacto con amigos y familiares a través de videollamadas.
Aquellos sin conexión viven en un mundo muy diferente, más aún durante la pandemia, y estas disparidades son aún más manifiestas en las comunidades de refugiados. La protección y la educación remotas, así como los medios de subsistencia y los servicios de apoyo psicológicos, no son posibles sin acceso a datos móviles. La falta de conectividad también aísla a los refugiados de sus familiares, a quienes puede que hayan tenido que dejar atrás en zonas de conflicto y otras difíciles circunstancias. Las comunidades de refugiados se ven limitadas a la hora de organizarse y empoderarse, lo que les bloquea el camino de la autosuficiencia. Sin conectividad, también limitamos la innovación transformadora en la asistencia humanitaria en un momento en que es más necesaria que nunca.
El Día de los Derechos Humanos de este a?o gira en torno a la necesidad y la oportunidad de reconstruir para mejorar tras la pandemia asegurando que los derechos humanos se sitúan en el centro de los esfuerzos de recuperación. Y no nos equivoquemos, la conectividad digital debería ser un derecho humano. Nos permite acceder a la información, la educación y otras oportunidades. Para los refugiados, la conectividad digital suele ser vital para acceder a servicios básicos, como transferencias de dinero, candidaturas a puestos de trabajo y asesoramiento o atención sanitaria en línea. Sin un acceso seguro y asequible a Internet para todos y cada uno de nosotros, nunca lograremos la igualdad en ninguna de estas áreas, razón por la que la?Hoja de Ruta para la Cooperación Digital?del Secretario General de las Naciones Unidas reivindica la conectividad universal de aquí a 2030.?
El 28 de agosto de este a?o, el Gobierno de Bangladesh restauró la conexión a Internet en los campos de refugiados del Bazar de Cox, un paso hacia adelante esencial que permitió a las agencias humanitarias difundir más ampliamente información crucial sobre la COVID-19, y abrió una vía para que los ni?os se beneficiaran de los programas de educación a distancia, abordando así sus necesidades educativas a largo plazo.
Nadie debe quedar atrás en la lucha de todos los países contra la pandemia y en las medidas que buscan dise?ar y ofrecer soluciones remotas de atención, aprendizaje y medios de subsistencia. Una conexión a Internet y móvil estable es esencial para garantizar el acceso de todo el mundo a las ventajas económicas y sociales de la revolución digital. Al hacer valer este nuevo derecho humano, los ciudadanos de este mundo pueden ser agentes de su propio progreso, con dignidad y autosuficiencia. La garantía del acceso a una conexión a Internet asequible y útil es tanto viable como transformadora, visión audaz y ambiciosa que puede hacerse realidad gracias al importante papel que pueden desempe?ar el sector privado y colaboradores nacionales, regionales y locales que la comparten.
Para recuperarnos de esta crisis sanitaria mundial y reconstruir para mejorar el futuro, debemos hacer más para promover y proteger los derechos económicos, sociales, culturales y humanos. Independientemente de nuestro país o comunidad, todos tenemos el derecho de formar parte de una sociedad conectada y de tener acceso a una tecnología que nos permita reconstruir para mejorar nuestro futuro, el de nuestras familias y el de nuestro mundo.
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