La frecuencia y la gravedad crecientes de los desastres naturales y tecnológicos en el mundo, especialmente pero no solo en zonas urbanas, sitúa a las ciudades en el centro de los debates entre profesionales y también académicos, lo que plantea cuestiones fundamentales sobre la naturaleza y la sociedad, y sobre el desarrollo y la tecnología. Los desastres evidencian la falta de sostenibilidad de muchas sociedades e indican los diversos grados de los fracasos en el camino del desarrollo. Se están celebrando debates científicos y políticos sobre cómo la variabilidad climática afecta a las amenazas meteorológicas y geológicas al actuar como un acelerador o incluso un multiplicador del riesgo y la inseguridad, lo que agrava las vulnerabilidades ya existentes debido a los cambios sociales, económicos y políticos a nivel mundial. Se insta a todas las personas a que tomen medidas, pero existen muchos desafíos para lograrlo.
Un problema es la laguna que existe en la comunicación, los conocimientos y la interacción entre las autoridades que lideran los esfuerzos de reducción del riesgo de desastres (RRD) y la recuperación posterior y los miembros de la comunidad. Esa laguna prevalece incluso con el paradigma de resiliencia actual y enfoques como el de “todo el país”, en los Estados Unidos de América, o el de “toda la sociedad’, en Suecia, que promueven la gobernanza de las redes y la colaboración entre los agentes sociales (Lindberg y Sundelius, 2012). Al mismo tiempo, cada vez más las autoridades esperan que los ciudadanos y las comunidades locales asuman responsabilidades en materia de RRD en nombre de la “resiliencia local”. En los Países Bajos se publican anuncios humorísticos para alentar a los ciudadanos a que reflexionen de cara al futuro y estén preparados, por ejemplo, adoptando tecnología de recepción pasiva, como NL Alert1, un sistema de alerta a través del teléfono móvil que permite a las autoridades informar a las personas que se encuentren en las inmediaciones de una emergencia concreta. En Suecia, las autoridades realizan campa?as informativas a través de plataformas virtuales como Din S?kerhet2, donde los ciudadanos pueden participar en la elaboración de listas de verificación para todo, desde cómo reducir el riesgo de resbalar durante el duro invierno hasta cómo prepararse para las peores circunstancias. Los instrumentos de información pública nos avisan de que preparemos un kit de supervivencia para superar los primeros tres días después de un desastre. Sin embargo, pese al discurso que promueve la inclusión de las personas en la planificación para prepararse y reducir riesgos, los miembros de la comunidad rara vez están realmente facultados para asumir esta responsabilidad, al igual que tampoco lo están el capital social local existente y los conocimientos culturales considerados siempre legítimos y aceptados por las autoridades.
Aunque cada desastre puede experimentarse como un suceso extraordinario y único por aquellos que lo viven, que se recordará de manera colectiva, es al mismo tiempo un producto de la historia y la consecuencia de procesos sociales, económicos, políticos y ambientales más amplios. En regiones proclives a peligros, los conocimientos locales sobre las amenazas y cómo afrontarlas se basan generalmente en la historia y la memoria colectivas. En los lugares en los que los desastres son fenómenos recurrentes, las personas han aprendido de la experiencia a interpretar las se?ales de riesgo y evaluar su gravedad y han ideado un conjunto de respuestas. Por ejemplo, fue popular el caso de los habitantes de la isla de Simeulue (Indonesia), que sobrevivieron al sunami de 2004 trasladándose rápidamente al punto geográfico más alto. Aunque no se había producido un sunami allí desde hacía más de un siglo, las historias y canciones populares habían mantenido viva la memoria cultural de antiguos desastres (BBC News, 2007; véase también Greggs y otros, 2006). En Santa Fe (Argentina), los habitantes de zonas suburbanas preservan los conocimientos sobre inundaciones durante generaciones mediante múltiples prácticas sociales relacionadas con ese particular entorno fluvial (Baez Ullberg, próximamente). Esos son solo unos pocos ejemplos que ilustran nuestra reivindicación de que las personas pueden aprender de manera colectiva, no solo individual.
“Ningún hombre es una isla”, escribió el sacerdote y poeta inglés del siglo XVI John Donne. Todos formamos parte de sociedades y culturas, incluso cuando todo se convierte en un infierno. A menudo se hace caso omiso a las comunidades locales y las redes sociales oficiosas durante una crisis, cuando, de hecho, son esenciales para la recuperación de las zonas afectadas (Krueger, 2014; Warner y Engel, 2014). En la carrera contrarreloj después de un desastre súbito, hay muchos desafíos urgentes que afrontar. Los recursos materiales son limitados y los equipos de rescate pueden tardar un tiempo en llegar a las zonas afectadas. Aunque los servicios de rescate son asombrosos y necesarios, no deberíamos subestimar la contribución de los voluntarios en esos casos. La mayor parte de las víctimas de desastres son rescatadas por familiares, vecinos, amigos y transeúntes, puesto que ya se encuentran en el lugar afectado, como se ha observado en la mayoría de los casos (Kirschenbaum, 2004).
Los seres humanos son seres sociales, conectados a redes de otros por una historia común, economías locales e ideas, ideales y prácticas sociales comunes en relaciones de parentesco, grupos de identidad, asociaciones deportivas, comunidades religiosas, organizaciones profesionales y mercados. Comparten información y conocimientos vitales sobre los riesgos. Esas redes sociales y la información y los conocimientos que se comunican en ellas es lo que denominamos “infraestructura inmaterial”. Este concepto contrasta con el de “infraestructura material”: las organizaciones, los reglamentos, los sistemas de control y los recursos materiales, las vías y los conductos desplegados para reducir los riesgos. En nuestra opinión, la infraestructura inmaterial es la que hace que la infraestructura material realmente funcione y las instituciones nacionales e internacionales y los encargados de adoptar decisiones para reducir el riesgo de desastres deben tomarse esto en serio.
Durante mucho tiempo, las ciencias sociales han proporcionado un gran número de muestras empíricas de la organización social, múltiples prácticas y recursos materiales que las comunidades locales pueden utilizar para hacer frente a riesgos y crisis. Las frecuentemente denominadas “comunidades tradicionales” interactúan con su entorno natural y adaptan la organización social y la cultura a las variaciones en la dinámica de la naturaleza. Podrían extraerse lecciones de Bangladesh?(Paul, 2009), donde el hábito de leer a los precursores y adoptar prácticas de alerta temprana (incluida la “tecnología de recepción pasiva”) está presente en todas las clases sociales, incluso si las redes sociales siguen siendo también importantes en sociedades posindustriales y más individualistas, como las de los Estados miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Los conocimientos especializados son un recurso vital para afrontar la vida normal, y lo mismo ocurre con las situaciones de desastre, donde esos conocimientos constituirán una mayor resiliencia al desastre. Cuando las principales vías de transporte de Bangladesh quedaron cortadas durante una gran inundación en 2006, gracias a las redes sociales oficiosas se consiguió que los alimentos llegaran a la ciudad y que en los barrios marginales se horneara pan, que luego los vendedores ambulantes transportaban a barrios más ricos. Las tentativas de frenar la economía callejera ilegal neutralizaron la resiliencia urbana que las redes socioeconómicas proporcionaban (Keck y Edzold, 2013).
Aparte de la posible inconveniencia de las redes sociales oficiosas desde una perspectiva gubernamental, el acceso también está en juego. Las autoridades no pueden llegar fácilmente a todas las comunidades. Las cuestiones de ortodoxia religiosa, por ejemplo, pueden hacer que?las personas desconfíen de las autoridades seculares. Los migrantes y los refugiados tal vez no sean conscientes de que están en situación de riesgo o no tengan acceso a información pertinente en materia de RRD en su idioma. Los residentes ilegales no consultarán a las autoridades públicas. Sin embargo, a menudo son estos grupos “marginales” los que están bien interconectados de manera interna precisamente porque están acostumbrados a la autosuficiencia. Para esas comunidades, las redes y los conocimientos, aparte de servir como capital social y cultural, tal vez sean el único capital que tienen a su disposición.
No nos malinterpren. No estamos idealizando “la comunidad” y los “conocimientos culturales”. Las personas que viven en la misma zona pueden haber terminado ahí por pura casualidad, tener muy poco en común con los demás y mantener relaciones desiguales e incluso profundamente hostiles. No todos tienen el mismo acceso a los recursos sociales. Las diferencias culturales también pueden ocasionar malentendidos, conflictos y frustraciones. No obstante, es bien sabido que incluso las personas que no se llevan bien en circunstancias normales, o viven en comunidades muy desiguales, tienden a olvidar sus diferencias y mostrar un comportamiento social solidario cuando se produce un desastre (Engel y otros, 2014). Las cuestiones de supervivencia urgente y la necesidad de estar seguro y protegido pueden obligar a las personas a dejar de lado sus diferencias, al menos en la fase crítica, e intercambiar conocimientos y prestarse apoyo mutuo (Prince, 1920; Barton, 1969; Oliver-Smith, 1986). De hecho, un territorio compartido tal vez no sea la única peculiaridad que nos permita identificar a las comunidades contemporáneas. En el mundo actual transnacional y de gran movilidad, no depositamos necesariamente nuestra confianza y nuestras lealtades en nuestros vecinos inmediatos. En vez de ello, estamos conectados a través de redes sociales que se extienden por todos los continentes. Se han formado nuevas comunidades en línea en entornos virtuales y las comunidades tradicionales han evolucionado a través de conexiones virtuales y medios sociales. Por consiguiente, aunque la cultura es un fenómeno complejo y dinámico, es un activo valioso en la respuesta en casos de desastre. Una vez que se avanza para “descifrar el código” de cómo comunicarse y trabajar con diversas culturas organizativas y comunidades locales en diferentes países, es probable que se logre un programa de gestión de desastres y reducción de los riesgos más eficaz y sostenible.
Los desastres cada vez más generan reclamaciones públicas para que los expertos y los encargados de la adopción de decisiones rindan cuentas (Boin y otros, 2008). “?Por qué no lo predijisteis?” o “?Por qué no lo evitasteis?” son preguntas que están muy presentes tras los desastres. Después del terremoto que se produjo en L’Aquila (Italia) en 2009, los sismólogos italianos casi fueron enviados a prisión porque se consideró que sus advertencias habían fallado. Mientras escribimos esto, aunque las operaciones de rescate organizadas tras el terremoto de agosto de 2016 en Amatrice (Italia) se ven obstaculizadas por las sacudidas de réplica, ya se han escuchado duras críticas sobre la falta de refuerzo de los códigos de construcción antisísmicos existentes. En muchos casos como esos, parece que, al menos a primera vista, la adaptación o el aprendizaje de experiencias anteriores han sido limitados. Sin duda, los múltiples procesos sociales, políticos y ambientales a una escala mayor pueden poner en peligro la producción de conocimientos y la aplicación de prácticas de solución de problemas y, por tanto, aumentar la vulnerabilidad. Esos procesos más amplios podrían incluir el aumento de la migración, la urbanización, la pobreza y la exclusión social, así como las frecuentes variaciones climáticas y las transformaciones de los ecosistemas más grandes que podrían incluso cambiar el carácter de las amenazas iniciales. A la luz de esos procesos de transformación, una cuestión crucial es si el aprendizaje de la experiencia puede, en realidad, producirse en todas las condiciones actuales inciertas y siempre cambiantes. Tenemos que abordar esta cuestión empíricamente para comprender mucho mejor la forma en que la infraestructura inmaterial se produce social, cultural y políticamente y se reproduce en las comunidades y en las instituciones en los niveles local, regional y nacional.
La infraestructura inmaterial es clave para reducir los riesgos, como se subrayó en el Informe mundial sobre desastres de la Cruz Roja correspondiente a 2014 y se ha destacado en el creciente número de publicaciones de investigación en ciencias sociales y mesas redondas de conferencias sobre esta cuestión, así como en nuevos proyectos de investigación que se centran en el nexo entre desastres y cultura y en la colaboración entre diversas comunidades. También continuarán generándose e intercambiando conocimientos sobre infraestructura inmaterial y RRD en la conferencia Hábitat III de 2016, que se celebrará en Quito, donde la actividad de establecimiento de contactos sobre las ciudades, la cultura y la resiliencia a los desastres estará organizada por miembros del proyecto Desastres Europeos en los Centros Urbanos: una Red de Expertos en Cultura (EDUCEN)3. Alentamos a todos aquellos preocupados por estas cuestiones a que asistan al acto y esperamos seguir ayudando a subsanar la laguna entre políticas y prácticas.
Notas
1 Para más información, véase el sitio web de National Co?rdinator Terrorismebestrijding en Veiligheid (NCTV), la dependencia oficial neerlandesa contra el terrorismo del Ministerio de Seguridad y Justicia de los Países Bajos, en: .
2 Para más información, véase el sitio web de Din S?kerhet en: .
3 EDUCEN es un proyecto de coordinación y apoyo financiado por la Comunidad Europea en el marco del programa Horizonte 2020. Para obtener más información, véase el sitio web de Desastres Europeos en los Centros Urbanos en: .
Referencias
Baez Ullberg, Susann (próximamente). Forgetting flooding? Post-disaster economy and embedded remembrance in suburban Santa Fe, Argentina. Zuzana Hrdlickova y Hannah Swee, eds. Nature and Culture, vol. 12, núm. 1 (Número especial: Living with Disasters).
Barton, Allen H. (1969). Communities in Disaster: A Sociological Analysis of Collective Stress Situations. Garden City, Nueva York: Doubleday.
BBC News (2007). Saved by tsunami folklore, 10 de marzo. Se puede consultar en:
Boin, Arjen y otros (2008). Governing after Crisis: The Politics of Investigation, Accountability and Learning. Cambridge (Reino Unido), Nueva York: Cambridge University Press.
Engel, Karen y otros (2014). Flood disaster subcultures in the Netherlands: the parishes of Borgharen and Itteren. Natural Hazards, vol. 73, núm. 2 (septiembre), págs. 859 a 882.
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